No amo a mis amigos ni con el corazón ni con la mente. Por si el corazón dejara de latir, o mi mente me fallara y te pudiera olvidar. Los amo con el alma. El alma no deja de ser, tampoco olvida. Rumi. ¿No os parece precioso?...
Los Juegos Ístmicos están a punto de comenzar, el sol brilla en lo alto y Alejandro Magno está en Corinto. Es un día especial. La mayoría de los lugareños nunca ha visto a un rey, y miles de personas concurren excitadas por la ciudad.
Pero él no está demasiado interesado en los juegos ni en las ovaciones de la plebe: está en Corinto porque quiere ver a alguien. El rey pregunta, y rápidamente es respondido. Le informan de que el hombre que busca está con frecuencia bajo unos pórticos cercanos, viviendo en la más absoluta mendicidad. La escolta se prepara, el paso se abre, el rey se encamina seguido de toda la pompa propia de su regia dignidad. Miles de corintios, curiosos de la curiosidad del rey, acompañan la procesión.
Cerca del gimnasio del Cranio, le señalan quién es el hombre que busca. El rey lo ve, pero la extraña figura le produce tanto estupor que vuelve a preguntar. Le vuelven a responder que sí, que es él.
En un rincón se encuentra tendida una gran tinaja vieja y agrietada donde bien pudiera caber una persona tumbada. Al lado de ella, un anciano sentado apoyando su espalda contra la convexidad parece dormir con los brazos cruzados bajo el pecho. A su derecha hay un zurrón y un báculo; a su izquierda, dos perros que descansan las patas traseras en el piso le hacen compañía.
El rey se adelanta y se pone en frente para llamar la atención del sedente. El anciano abre un ojo y observa al personaje que ha interrumpido su descanso, acompañado de docenas de hoplitas y cientos de ciudadanos. Abre entonces el segundo ojo y levanta ligeramente el cuello hacia el monarca.
-Soy el rey Alejandro Magno, de Macedonia -dice el rey.
-Yo soy Diógenes el Perro -responde el anciano.
La muchedumbre contiene la respiración. Nadie se atreve a hablar así al rey, el único hombre que ha sido capaz de conquistar todo el mundo conocido. Los soldados de la guardia personal le miran esperando intervenir, pero el rey no hace señal alguna. El espíritu de Diógenes le apabulla. En seguida siente que está hablando con un igual, no con un mendigo.
-¿Por qué te llaman Diógenes el Perro?
-Porque soy leal con los que son generosos, ladro a los que son egoístas y muerdo a los que son malvados.
Comienza a oírse un runrún entre los concurrentes. El rey pide silencio. Se siente inquieto: duda de sí mismo. Ese anciano harapiento encierra no obstante un alma aristocrática, y ese contraste, ese poder, lo desconcierta.
-¿Es que no me temes?
Durante unos segundos, el rey siente como los ojos amarilluzcos y profundos del anciano estudian los suyos.
-Alejandro de Macedonia, ¿sois un rey bueno?
-Sí, soy un rey bueno.
-Entonces ¿por qué habría de temerte si eres bondadoso?
El rey no está acostumbrado a la vulnerabilidad. La admiración y el respeto por aquel anciano le resultan inevitables: quiere agradarle, pero no sabe como llegar a ese espíritu que parece indomeñable.
-Pídeme lo que quieras, lo que más desees, y te lo concederé.
El anciano permanece pétreo durante un instante, pero hay decisión en su semblante: la pausa es breve:
-Deseo que te hagas a un lado, me estás tapando el sol.
Los murmullos de la plebe ya son voces manifiestas. Unos parlotean alarmados entre ellos, otros censuran la actitud del Perro, unos pocos callan y observan la inminente reacción del rey. Pero todo ha terminado. El rey, aunque joven, es hombre muy curtido en el arte de la guerra, y sabe que la derrota de esta batalla es irreversible. Su única reacción es esbozar una sonrisa, casi inapreciable. Antes de girar sobre sus pies y marcharse por donde ha venido, los corintios más cercanos le escuchan decir algo entre dientes: «Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes».
Laforga
En su diario escribió lo siguiente:
«He notado por primera vez en mi vida que la riqueza no tiene nada que ver con el
dinero. He conocido a un hombre rico» La riqueza es una cualidad del ser.
( El famoso encuentro entre Alejandro Magno y el filósofo Diógenes, es una anécdota histórica cuya veracidad no sólo no está demostrada, sino que todo apunta a que pudo ser una invención o una exageración. Quién sabe si alguna vez se cruzaron estas dos personalidades. Y sin embargo, ahí se encontrarían frente a frente el hombre más influyente de su tiempo y representante por antonomasia del poder, cuya ambición y logros despertaban la admiración y el respeto de los hombres de todo el mundo conocido; y el filósofo que se reía del mundo, que renegaba de la civilización, la política y la guerra y que se definía a sí mismo como un “ciudadano del mundo” o “cosmopolita”. Como cabe esperar, la frase pronunciada por el filósofo sería para enmarcar, y su respuesta a la propuesta de Alejandro de concederle cualquier deseo que tuviera no fue otra que un simple «una cosa bien pequeña. Apártate un poco, que me quitas el sol». Sin embargo, esta actitud desafiante no supuso una ofensa ni un ataque a su ego. Por el contrario, la respuesta lo dejó tan conmocionado que su reacción fue más de admiración hacia el filósofo por la convicción con que negaba cualquier vínculo con las esferas políticas y los bienes materiales. Hasta el punto de que, siempre en palabras de Plutarco, se dirigió a sus acompañantes para confesarles que «si no fuera Alejandro, de buen grado fuera Diógenes»).
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